sábado, 8 de febrero de 2014

Mejor aqui, pero gracias.


Quería ver 12 años de esclavitud  con tanto entusiasmo y, como de costumbre, ir acompañado de alguien que vaya para disfrutar de la película a un nivel siquiera cercano al de mi interés era tarea imposible. Ponderando la idea de visitar solo "La Casa de la Cultura", recordé que este sería el segundo y último día de visionado. Por tanto, me sirvió para aliviar mi temor de ser visto yendo cual solitario a un cine a las 6 de la tarde. Decido salir de mi casa por inercia, sin darme tiempo a pensar y que vengan a mí los pensamientos inundando mi frágil decisión: ¡Sí! ¡Voy a ver la película solo porque me apetece y no pasa nada! Me decía a mí mismo en un acto de desengaño. 

Salir de mi casa nunca había resultado ser una tarea tan ardua y meticulosa. Mirar por la ventana los quehaceres de la vecina, pegarle una patada al molesto e increpante perro del vecino de la esquina, coger la moto e ir más indocumentado que un Masai, eran actos circunstanciales comparados con lo que me iba a decidir a hacer. Podría haber esperado refuerzos: amigos míos o algunos de mis desazonados hermanos. ¡No tienes muchos amigos cabrón! Una firme voz espetó en mi cabeza para corregirme. O qué demonios, podría haberme esperado a ir a verla en los cines de Granada, donde habrá más personas y, lo importante, personas desconocidas y también seguramente, solitarios desgraciados que quieran ir a disfrutar del visionado, camuflándome entre ellos. Pero no, me gustan los retos y decido exponerme a ser visto como el rarito del pueblo que va al cine solico

Me dispongo a cruzar la calle y a la vez me pregunto si me voy a encontrar con algún molesto-inoportuno-conocido en el camino, tendría que tener argumentada una respuesta a la típica pregunta que hace todo vecino cotilla: ¿dónde vas? ¿solico? ¡Voy al cine solo joder y qué! No, no podría responder eso. El único resorte creíble que tenía a mi disposición: clases de la autoescuela. ¡Sí! ¡Voy a la autoescuela!  

Termino de recorrer la calle y  giro por la esquina con una vaga esperanza de ver la puerta del cine vacía. Bien, avisto dos parejas de abuelillos, nada preocupante, disminuye la vergüenza de ir solico al cine si la mirada justiciera viene de unos abuelillos. Aunque seguidamente pienso que no hay razón para ello, de hecho, me imagino al abuelillo diciéndole a su mujer: “Mari,  mira el chavea éste, a su edad yo tuve que podar la hierba de los olivos de tu tío para que me pague dos perras y llevarte al cine” mientras me mira con cara de compasión. Tengo que acercarme a comprar la entrada y esperar en la cola disimuladamente. Tirar del Whatsapp y hacer como que hablas era el recurso que tenía para posibles miradores. Si me veían escribiendo, no pensarían que voy al cine sin acompañante, sino que escribo al amigo o chica que espero. Subo la mirada mientras veo que hay una chica joven, sonriente y guapa en la cabina. Tengo que pasar el escollo de comprar una entrada para uno. Me toca el turno, me alzo de valor y suelto un tímido: una para las 6 de 12 años de esclavitud. La muchacha, no sé si en un acto de trollería, me pidió que repitiera porque no me había oído lo suficiente. De hecho, creo que hasta los cansados oídos de los abuelillos escucharon un perfecto “UNA entrada...”. 

Miro el reloj y restaban 15 agonizantes minutos para para la sesión. Lo dicho. 15 minutazos deseando que no entre nadie más mientras miro de reojo la entrada y que no venga la típica parejita. Ansiaba disfrutar de esa película solo, para mí la sala, que el rollo de fotogramas girara solo para mí, y bueno, la pareja de abuelillos, en un segundo plano. Todo pintaba bien. Entro en la sala, el olor a asientos, palomitas y el suelo alfombrado me daban sensación de seguridad. Después de avistar el asiento perfecto, inclinación y distancia adecuada a la descomunal pantalla, perspectiva que me permite observar y controlar la sala, me dirijo a pillar el sitio. Ya está. Rezo que no entre nadie más. Cansado de la comunicación 3G, apagué el móvil. Puse mi chaqueta en al asiento izquierdo y ya me limitaba a esperar los trailers en regocijándome en mi puesto. 

De repente, el chirriante sonido de la puerta de la sala interrumpe mi gozo. La idea de girar la cabeza y ver a alguien conocido me perturbaba. ¿Quién puede llegar tan tarde a una sesión de las 6 de la tarde en un pueblo una película ya casi retirada? Oigo unos pasos rápidos, que parecen ser de una sola persona. Ocupa un asiento. En ese momento pensé que no era el único solitario que iba a disfrutar de la sesión. Me llega un dulce y embriagador perfume a vainilla. Me armé de valor y en una fugaz mirada vi a una chica. 

La cosa se pone interesante. Morena, de unos 1.75, vaqueros y surferas y jersey. Avistó mi mirada de águila. Miró de reojo sin levantar la cabeza. Pude entrever una singular mirada, firme y decidida. Sin vacilar. ¿Por qué íbamos a ver una película solos? La maquinaria empezaba a engrasarse: ánimo campeón, invítala a verla juntos. Estando ella sentada dos filas más atrás, al lado del pasillo, pude ver que dejó un asiento entre el pasillo y ella. Dejando sus cosas allí. Tenía que tomar una decisión en breves, los trailers ya estaban por salir. Sopesé un par de frases: 

-Hola, estoy solico. ¿Puedo sentarme contigo? No, demasiado desesperado. Quedarás como un imbécil.

-¿Nos sentamos juntos y así no estamos solos? Espetar eso, parecería muy decidido y chulesco, cosa que mi pálida y temblorosa voz, contradice.

No me atrevía, pondero la posibilidad de que me diga que prefiere verla con los abuelillos antes que conmigo. Ya está, lo soltaré sin más, será un acto reflejo, total, no pensará mal, a los cines no se viene a ligar. Voy, voy.

-¿Qué tal si la vemos juntos y no estamos solos? 

Ya está, lo conseguí. Aun no era consciente de si las ondas de mi acongojada voz le habían llegado. Ella estaba rebuscando en el bolsillo, a lo que escuchó mi formal petición y espetó en un tono claro, perfectamente audible y acompañada de una sonrisa, de esas que  hacen las teleoperadoras de anuncios de empresas de crédito rápido:

-No, pero gracias.

A lo que respondí por acto de reflejo:

-Tengo una bolsa  conguitos, ¿no prefieres verla comiendo conguitos?

En ese momento, se abrió la puerta, entrando la luz del exterior cegándome los ojos. Cuando me recuperé, pude ver que se acercaba una sombra de 2 metros, un colosal bravío que se dirige cual terminator por el pasillo. Entre mis ojos, aún cegados y la imponente presencia de tal hombre, no sabía si aquello eran sus bíceps o eran los vasos de palomitas tamaño XXL. El escenario no podía ser más surrealista. El susodicho, se acercó a mí, previamente pensaba que la sala se movía con cada paso suyo. La bolsa de conguitos se me derritió en mano. Conforme venía a mí, me pareció más y más grande, su lisa y aceitosa cabeza me perturbaban. Cuando se dispuso delante, abrió sus gigantes morros para soltar un:

-Ella ya tiene su conguito, amigo.

FIN

martes, 30 de octubre de 2012

Serenidad salvaje I

Ese celestial perfume, esa delicada piel, ese suave tacto que recuerda al terciopelo, esa tierna mirada que embaucaría hasta el más frío psicópata. Diosa. La contemplo, la observo. Huele como deben oler los ángeles. Me hizo sentirme jodidamente especial. Me pregunto cómo podía haber llegado a mis manos. Esa sospechosa belleza que solo podría hacerte pensar que es un ángel misericordioso que iba a alegrarte la noche, cosa que ni de lejos, merecería un tipo como yo. No importaba, mi afán por ser extremadamente cauteloso se había desvanecido como el vestido que envolvía a esa perfecta mujer. Sus encantos me habían sedado, estándome yo completamente a su merced. Entre copas y risas, acaricias y gestos, seductoras miradas me hacían pensar que tenía garantizada una noche de ensueño, digna de un paraíso bíblico. Sin embargo solo alcanzo recordar como aquellas sutiles manos y cuidadas uñas acariciar mi cuerpo. Mi memoria se iba desvaneciendo como la luz de un tren en un túnel. Todo se tornó oscuro. El perfume celestial, seguía conmigo.

Me despierto con un infernal ruido, martilleos y sierras mecánicas. Un infierno acústico, que parecía que me iba a estallar la cabeza. Síntomas de resaca. Estaba atado de manos y pies a una silla en mitad de una gigantesca habitación. Giré la vista y alcancé ver un mugriento armario medio abierto, en el cual colgaba un mono de trabajo azul y unas botas. A mi derecha, un lavabo que haría vomitar a una cabra junto con un espejo que habría que lijarlo para poderse ver. Cuchillas oxidadas de afeitar esparcidas en él. Por el oxidado estado que presentaban, supuse que hacía tiempo que por ahí no pasaba nadie. El ruido seguía. A mi izquierda, un sofá con tres grandes manchas rojas. Hubiese tenido repugnantes ideas sobre el origen de esas manchas si no fuese porque vi los agujeros del sofá que indicaban que había muerto alguien de forma turbia. Casquillos de escopeta en el suelo. Más abajo, había sangre reseca. Algunas cucarachas se habían quedado pegadas y estaban fosilizadas encima del charco de sangre. La situación era petrificante. El ametrallador ruido continuaba. Supuse que estaría en una especie de industria siderúrgica o parecido, era estremecedor. —¿Qué demonios hacía ahí? —me preguntaba. —Me la ha jugado, esa belleza me ha vendido.

Pude impulsarme un poco y girar la silla para ver lo que tenía detrás. Una mesa metálica, impoluta, desentonaba con ese deprimente lugar. Un arsenal de herramientas y cuchillos sofisticados yacían ordenadamente sobre la mesa. La escena era aguda, esa mesa de utensilios digna de un psicópata cirujano que iba a pasárselo de miedo conmigo. Me daba por muerto. Años de torturas y extorsión a toda clase de fracasados y ahí estaba yo, que iba a convertirme en el juguete de a saber Dios que pirado. A eso que que agaché la cabeza con resignación, me dí cuenta de que éste enfermo me había puesto encima de un plástico que hacía de alfombra improvisada. Esto promete.

Aún podía seguir oliendo ese aroma embriagador cuando empiezo a encajar piezas del puzzle. Esa preciosidad había sido mi talón de Aquiles. Mis andanzas, mis tiempos derramando sangre a merced de ricachones y caprichosos habían llegado a su fin. Extremaba hasta el mínimo mis pasos, mis actuaciones y he sido vendido vulgarmente por una efímera mujer que se hacía llamar Lissy. — Oh, Lissy, ¿por qué? Tan sincera, entregada que estabas sobre mí.../







miércoles, 19 de septiembre de 2012

No se tú, pero yo me lo estoy pasando de miedo.

Llegué cansado, dolorido, con un sentimiento en el cuerpo como si me hubiesen pasado un colosal rodillo. Tenía las piernas como un par de extintores a punto de explotar. Me encontraba confuso, la situación había sido tan tétrica que aún no sabía cómo asimilarla. Apenas pude coordinarme para desvestirme y, ridículamente, lo hice cual anciano en un angustioso intento de proclamar mi autonomía. A la vez que hacía el amago de desvestirme, una sensación de suciedad, vacío interior e inocuidad sobre mi vida, achicaba si cabía aún más la decrépita y triste habitación en la que me encontraba. Jamás me había alegrado tanto de ver ese amasijo de muelles y espuma al que llamo cama. Caí como un roble recién talado, pero sin la nobleza de éste, pues conmigo caía una sucia y perturbadora noche. En la medida en que pude, cuello rígido y los músculos aún sobrecogidos y tensos, miré de reojo, entre la descolorida y mustia ropa que lleva apilada ahí semanas, la polvorienta mesita de noche. Abrí el cajón para coger el bote de analgésicos. No recuerdo cuánto tomé, pero mi quería asegurarme de no recordar nada en absoluto. A la vez que iban haciendo efecto, me encontraba sedado, entraba en sueño, los párpados me pesaban. Derrotado, me giré al otro lado de la cama para acomodarme. No pude evitar ver el post-it cegador que yacía sobre la mesita: "Viernes, a las 23:30 en el MAGNAROCK".

Una semana antes, sumergido en mi profunda y lastimosa rutina, me encontraba en el
"Goldengate" con mi compañero de taberna, Alex, tomándonos nuestra rutinaria copa de whisky barato,  anclados a la barra de ese antro con la mirada infinita perdida entre los huecos que van dejando las botellas de la estantería. Sara, cuarentona, con arrugas que describen su desgastada vida y unas generosas tetas embotelladas en un escote abismal, hacían de la camarera el objeto de miradas de toda clase de bazofia que regentan el garito: desde proxenetas y matones hasta oficinistas frustados con pinta de psicópatas inhibidos.

Alex es un buen tipo, pero su actitud derrotista podía con él y le condicionaba en su vida. Es una persona pulcra, cuida al detalle su higiene y es un maníaco con la ropa de vestir. De constitución alta, pero languilucho, con aire estresado. La refrescos de cola y los sandwiches de las máquinas dispensadoras acaparaban gran parte de su dieta. Tiene una pinta impecable, camisas planchadas y pantalones con una perfecta línea de doblez. A veces pienso que fue militar en otra vida. Su carácter perfeccionista le juega malas pasadas, como aquella vez que tuvo una aventura con la cajera del supermercado de su barrio. Su obsesión porque que ningún detalle saliese a la luz y su mujer se enterase, llevó a la susodicha a pensar que éste era un psicópata y que en cualquier momento podría llevarla a cualquier lugar de malamuerte y librarse de ella. He tenido que sacarlo de muchos apuros. Casado con una mujer agrietante, de esas que te hacen sentir como si tu cabeza fuese a estallar en cuanto el sonido chirriante  de su voz se apague. Le consumía, le tenía acomplejado, siempre que llegaba a casa eran quejas e insultos y una incesante crítica destructiva que hacía que su lánguida autoestima se desplomase como cual vaso de cristal en infinitos trozos. Tres alborotadores hijos los cuales solo ve 2 horas al día, si es que puede. A ello hay que sumarle su decadente trabajo, programador informático en una multinacional que explota a sus empleados como chinos. Horas y horas frente a un soso PC picando código. Alex estaba cansado, harto, agotado. La camisa blanca, la corbata y el insípido sandwich de las 12 a.m. los llevaba inherente en su día a día desde los últimos 10 años. Se encontraba sin rumbo, no veía futuro en su vida y menos en el trabajo. Consumía todo el tiempo que le era posible en este local de mala muerte para evitar estar en lo que tristemente podía llamarse "hogar".


Acostumbrados a matar las horas en el bar, en nuestras vidas no había cambios, nos hallábamos hacinados sin esperanza alguna. 
"El infierno es vivir cada día sin saber la razón de tu existencia", recordaba la frase una y otra vez. Nuestras vidas se encontraban expectantes a cualquier acontecimiento por mínimo que fuese que nos haría salir de la rutina y del pensamiento autodestructivo que no estaba enfermando como si de un virus se tratase. Yo deseaba cualquier tipo de cambio en mi vida, no me encontraba a gusto, estaba desarrollando un fuerte sentido misantrópico, una aversión a los humanos que hacían resurgir en mi ser pensamiento sádicos y perturbadores. Rodeado de matones, delincuentes, camellos y chulos,  nacía en mi un deseo grande de crítica hacia la sociedad y mundo que me rodeaba. Lo bueno de los matones, es que hagas lo que les hagas, nunca te sentirás culpable...

CONTINUARÁ...